viernes, 7 de febrero de 2014

CORTE

Remite unas líneas el barón del Real Derecho en el reino del Maestrazgo, don Carlos Cerda Acevedo, desde la que fuera la Capitanía General de Chile, al otro lado del mar.

Aborda la cuestión de las armas de la Corte Suprema que atiende los asuntos de la justicia que se imparte a los súbditos de la reina de Inglaterra en Canadá.

Estimado don José Juan:

Nuevamente le saludo y agradezco su feliz regreso a la redacción dentro de la comunidad heráldica, por lo que me uno públicamente a quienes ya han celebrado sus Crónicas.

El motivo de este mensaje es aportarle información a su entrada de 23 de diciembre del año pasado, titulada “señales heráldicas”, en la cual examina las armas de la Corte Federal de Canadá. 
A fin de obtener mayores antecedentes sobre la organización de este blasón institucional de derecho público, comencé a indagar por la red hasta encontrar una nota publicada el 10 de abril de 2009 en el semanario canadiense “The Lawyers Weekly”. En ella se hace una precisa exposición de motivos, tanto de la organización del escudo como de sus adornos exteriores.
Dicha nota explica que los soportes corresponden a un “caribú marino alado”, figura quimérica compuesta por una cabeza de un macho y una hembra de caribú –cuya diferencia sexual se representa en la cornamenta–, las alas y las patas de cuervo, mientras que la cola es la del salmón. 
Según el juez de dicho Tribunal, James O’Reilly, el así llamado "caribú marino alado" simboliza el poder del Tribunal con respecto a las controversias que ocurran en tierra, mar y aire (pues su competencia se extiende incluso a materias marítimas y aeronáuticas), amén que dicha magistratura tiene la cualidad de ser itinerante.

Por su parte, el oro y el sable, como metales y esmaltes, son una cita a los colores de la toga de los magistrados de dicho Tribunal, mientras que los pergaminos simbolizan a los textos fundamentales del Canadá, como su Constitución, su Carta de Derechos y Libertades, los Tratados celebrados con los pueblos aborígenes, las leyes, los tratados internacionales y la jurisprudencia, todos ellos unidos por una cuerda, significando que todas estas fuentes formales del derecho canadiense son expresadas en las resoluciones que dicta este Tribunal. 

La nota completa puede leerse, en inglés, en este vínculo:

Reitero a Vd. mi más atenta consideración y enhorabuena por su regreso.


Carlos Cerda Acevedo

jueves, 6 de febrero de 2014

CAMPO DE AZUR

Remite recado electrónico uno de los más afamados, con absoluto merecimiento, artistas heráldicos: don Marco Foppoli, marqués de la Ilustración Real, en el reino del Maestrazgo.
Su mensaje surge a partir de la reciente entrada sobre el convenio alcanzado por los primos de la familia Borbón-Dos Sicilias. Hace referencia a las dos composiciones heráldicas que se exponían: la del propio don Marco Foppoli
y la de don Carlos Navarro Gazapo, conde del Grabado Real, en el reino del Maestrazgo.
Las que siguen son las distinguidas armas de don Marco y sus palabras:
EL CAMPO DEL ESCUDO DE LA ORDEN CONSTANTINIANA


Estimado don José Juan:

Vaya por delante mi enhorabuena por su recién estrenado blog y por su amabilidad hacia mis dibujos.

En uno de sus textos pude observar una ilustración que realicé y doné a SAR el Infante Don Carlos de Borbón de las Dos Sicilias como Gran Maestre de la Orden Constantiniana.
Y me dirijo a usted para solicitarle una explicación: Desde su origen, el emblema de la Orden ha sido representado con el campo del escudo de plata sobre el que se coloca la cruz roja de Constantino (son los colores de San Jorge), y esto se ha manifestado en todas las versiones del escudo de armas histórico en Parma cuando la constantiniana fue dirigida por los Farnesio y después en Nápoles por sus reyes hasta los años 50 del siglo XX, ya en el exilio.

En los mismos Estatutos vigentes de la orden, la señal se describe de esta manera: en campo de plata una cruz roja.
Por lo tanto, parece difícil entender por qué en algunos cuadros modernos ejecutados en España el escudo de armas de la Orden Constantiniana se ha cambiado el campo al azul, que es únicamente el color de la capa: Azul Real. 
Sería similar a que los escudos de la Orden de Malta cambiaran a un nuevo campo en tanto que el hábito de sus caballeros es negro. El escudo de armas de la orden constantiniana tiene el campo de plata y el manto es de color azul claro.
Pero veo que su buen compatriota don Carlos Navarro ha diseñado el escudo de armas de esta manera, con campo azul. Quizá él podrá explicar la razón de este cambio reciente y curioso en las manifestaciones heráldicas españolas.
En la insignia de la rama Constantiniana representada por el Duque de Castro, por ejemplo, nunca he visto el escudo de armas sino en su color correcto: En campo de plata la cruz roja.
Añado aquí mi artículo sobre el emblema:
La cuestión del escudo con campo azul es muy curiosa. No sería descabellado pensar en un error inicial que luego se repitió. Aunque no es correcto el campo de azur por motivos históricos, quizá sí que exista un porqué verdaderamente heráldico: es cierto que hay un delgado hilo de oro alrededor de la cruz de Constantino, y en consecuencia se dispone metal sobre metal, pero el efecto visual del conjunto es el de una gran cruz roja sobre un fondo azul que, como sabemos, no es una composición heráldica correcta.
El hecho es que se trata de un cambio que se ha iniciado en los últimos años de la Orden y sólo en España. De hecho, tengo una gran colección de imágenes del escudo de armas constantiniano a través de los siglos y siempre ha sido el campo de plata y la cruz roja.

Un cordial saludo:

Marco Foppoli

miércoles, 5 de febrero de 2014

CEREMONIA

No sé qué extraño poder de permanencia posee la gripe de este año. Han pasado ya dos semanas desde que me consideré restablecido. Pero la realidad es que aún mantengo un estado poco operativo. Así que he vuelto a perder la frescura que me exigía el barón de Sórvigo.
Hoy, siguiendo los consejos de los escasos que se asoman a este tedioso blog, no hablaré de heráldica. Pretendo aburrirle, improbable lector, con un brochazo sobre ceremonial.
Es cierto que cualquier generalización es injusta. Pero existe un patrón que demuestra que cualquier corporación, entidad social, agrupación de individuos, gusta de establecer ceremonias.
Las juntas de vecinos siguen su ritual: lectura de actas, quejas, airadas exposiciones individuales, peleas; el gremio castrense logra cierta vistosidad en sus liturgias: izado y arriado de bandera, desfiles, exaltación de virtudes militares, acto a los caídos; las órdenes de caballería rememoran las solemnidades de antaño: cruzamiento de neófitos, vela de armas, capítulos generales; y la Iglesia, del mismo modo, practica cultos de muy variada naturaleza.
Veinte siglos de existencia, habitualmente cercana a los poderes establecidos, fueran del signo que fueran, han logrado que los ritos eclesiásticos alcancen cierto atractivo ceremonial acrisolado por la antigüedad.
Es desde luego poco habitual, pero quiero referirme en particular a una ceremonia eclesial.
Y es que ante la existencia de pecados especialmente graves y de naturaleza pública y notoria la Iglesia utilizó la pena de excomunión.
Reservada realmente para los gobernantes que no obedecían en materia política a nuestra madre la Iglesia, su uso alcanzaba siempre el objetivo pretendido dado que cualquier excomulgado perdía el derecho a ejercer autoridad, resultando sus súbditos exonerados del juramento de acatar sus mandatos.
La liturgia de la excomunión venía establecida en una serie de movimientos. El primero de ellos requería la participación de un obispo acompañado de doce sacerdotes. Reunidos en capítulo ante un altar consagrado recitaban una oración de sanción que contenía estas estremecedoras palabras: Lo separamos a él y a sus cómplices y encubridores del cuerpo y la sangre del Señor y del conjunto de los cristianos. Lo excluimos de la santa madre Iglesia, tanto en el cielo como en la tierra. Lo declaramos excomulgado y anatema.
Posteriormente se hacía sonar la campana del santuario con la cadencia reservada a anunciar un fallecimiento, dado que para la Iglesia el excomulgado había muerto. 
A continuación se cerraba violentamente el libro de los santos evangelios simbolizando que la salvación que contienen sus textos había sido arrebatada al pecador público.
Concluía el lóbrego ritual caminando en procesión en busca del excomulgado. En su presencia al fin, el obispo, que había de portar un cirio encendido, lo volteaba hasta disponerlo en posición invertida, procediendo a apagarlo violentamente contra el suelo mientras le comunicaba su excomunión.
Imagino que en la actualidad la ceremonia permanecerá en franco desuso. Ofrecía cierto carácter tenebroso, sombrío,  triste, oscuro.
Agrego para terminar un majestuoso óleo del francés Laurens que muestra la conclusión del rito expuesto.
Y me permito llamar su atención, a fin de olvidar el mal sabor de boca que trasmite la sucesión de hechos relatados, con un detalle acerca del cuadro: hoy su exposición hubiera quedado prohibida al recordar con claridad un cigarrillo encendido.

martes, 4 de febrero de 2014

IMPERIAL


I've seen things people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched c-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die.
He visto cosas que la gente no creería: arder naves de ataque más allá del hombro de Orión. He visto rayos-c centellando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos…
Justamente, improbable lector, lo ha reconocido, son las palabras que el personaje Roy Batty recita instantes antes de morir. 
Y efectivamente, es la película que todos nombramos como: “sí, hombre, esa de los replicantes”; cinta cuyo título real es: Blade Runner.
Pero no, no quiero referirme estrictamente a la película sino a la propia frase que he redactado al comienzo, en la que el replicante describe los lugares y objetos más cautivadores que han incidido en su retina artificial.
Actualmente los diferentes canales de televisión, sobre todo los públicos, pretenden hacernos ver que, para escapar de la crisis que nos azota, lo más sensato es afincarse en el extranjero. Así, nos muestran la idílica vida de nuestros compatriotas en los lugares más exóticos.
Curiosamente, al conjunto de los entrevistados su estancia fuera de nuestras fronteras le ha reportado múltiples beneficios. Todos ellos gozan de los mejores trabajos, de excelentes viviendas, de las máximas comodidades.
Y, el patrón es invariable, nos muestran territorios paradisíacos, lugares de ensueño que, de haber podido observarlos, el replicante que interpretaba Rutger Hauer hubiera recordado antes de morir. 
Y es que en estos reinos que se llaman en conjunto España actualmente sobra mano de obra. Existe un excedente objetivo de lo que los economistas denominan variable trabajo. 
Este concepto de sobreabundancia de mano de obra no es nuevo. Nuestra madre la Iglesia ya en la Edad Media, advirtió un proceso similar y para aliviar el exceso convocó una cruzada, una expedición armada hacia los Santos Lugares. 
Enlazando con el comienzo quiero traer a su atención un lugar que aquellos que han gozado de su visión recuerdan como especialmente cautivador. Cautivador no tanto por su fisonomía como por la trascendencia de lo ocurrido en su interior.
Ya lo ha adivinado, improbable lector, sé que escribo para sabios, me refiero a la ciudad santa para las tres religiones de nuestro entorno geográfico. La ciudad que vio morir a nuestro Maestro. La ciudad de Jerusalén. Ciudad que dicen, recuerda vivamente a la que fuera durante siglos capital de esta mayoritariamente árida península que habitamos: la imperial Toledo.
La reconquista de Toledo en 1085 por el rey don Alfonso VI supuso un avance, no solo geográfico, sino moral, para el conjunto de la cristiandad. Toledo había sido la capital del reino visigodo y en Toledo había fijado la Iglesia, aún hoy así se mantiene, su capitalidad peninsular, su diócesis primada.
Tanta trascendencia adquirió la reconquista de Toledo que la ciudad dio nombre a su entorno considerándose en lo sucesivo como un reino: el reino de Toledo. Reino que todavía aparece reflejado en la enumeración de posesiones, de hecho o de derecho, que ostenta nuestro monarca: Rey de Castilla, de León, de Toledo, de Murcia…
Las armas del reino de Toledo, y ya concluyo de aburrirle improbable lector, exhiben la corona imperial en un campo de azur, según se ha representado tradicionalmente. Armas en cualquier caso, que no han portado como propias, en exclusividad, ninguno de los monarcas que han ejercido su soberanía sobre ella.
Nada más, improbable lector, efectivamente no he llegado a ninguna conclusión brillante, ni he expuesto un asunto novedoso sobre las armas de algún lugar, ni he alcanzado un nuevo concepto heráldico. Sólo expresar mi anhelo en que nuestros compatriotas exiliados por motivos laborales retornen algún día a nuestra nación plenos de riquezas y sobre todo, al contrario que en las cruzadas, regresen vivos.