lunes, 1 de septiembre de 2014

TIMBRES HERÁLDICOS


Al hilo de recientes entradas, el asunto con el que hoy proyectaba cansarle, improbable lector, es el de la aceptación universal de los timbres. Seré breve:
¿Se lo ha planteado en alguna ocasión? Hoy observar una corona sobre un escudo, de cualquier taxonomía nobiliaria, se acepta sin pensar. Al igual que advertir un yelmo sobre unas armerías. Pero en su origen, esta disposición de prendas de cabeza sobre un escudo debió de resultar chocante.
Y es que los escudos fueron inicialmente eso: verdaderos escudos defensivos. Escudos que los caballeros colgaban de las paredes de sus residencias, junto a su espada, para ser utilizados en cualquier momento.
Únicamente cuando la heráldica se desvinculó del verdadero hecho guerrero, cuando se convirtió más en símbolo de identificación personal y familiar que en objeto propio de la batalla, se comenzó a considerar correcto timbrar los escudos.
Al lugar al que he querido, sin conseguirlo, traer su atención es al hecho de que en su origen, los timbres heráldicos debieron resultar extraños, insólitos, raros, chocantes.
Si se hubiera producido en la actualidad esta transformación del escudo, desde admitirse como objeto de guerra a convertirse en objeto identificativo, habríamos de admitir que los timbres heráldicos poseyeran apariencias actuales, resultando composiciones heráldicas tan anómalas como la que ultima esta fugaz entrada: